Julia es una chica linda e inteligente a quien su profesora premió el año pasado por ser la mejor alumna del aula. Le regaló un libro de cuentos que para ella tuvo el sabor a recibir un Oscar. La historia de final feliz tiene, sin embargo, algunas consideraciones que deberíamos tomar en cuenta todos los peruanos.
A diferencia de un buen grupo de colegios particulares y hasta estatales de la ciudad, Julia estudia en una escuela del distrito de Charhuanca en Ayacucho. Vive a 45 minutos de su colegio y se levanta a las 4 y 30 de la mañana para dejar todo listo: desayuno para sus hermanos, comida para los animales, pasto para los cuyes, agua en baldes y a veces hasta ropa lavada. Todo antes de emprender sus 45 minutos de caminata. Pero por si fuera poco todo esto, Julia vive en una provincia en la que durante todo el año hasta los aires del cielo se encargan de empeorarle la vida: en enero y febrero las lluvias le inundan la casa, los sembríos y su trabajo dentro de la chacra aumenta. Cuando ya parece que pasó el diluvio, llega marzo, abril y mayo con esos meses entra por el maravilloso cielo celeste ayacuchano, unas nubes negras que además de la lluvia traen granizada: “hace hueco a mi puerta y destrozan lo poco que queda de los sembríos. Si mi papá no vende en el mercado del pueblo, no tenemos economía y no podríamos ir a la escuela”, dice Julia, con su carita asustada, recordando tal vez, cómo hace dos años, una granizada seguida de un ventarrón se llevó la calamina de su escuela.
Maritza Rojas, profesora de Julia dice que lo peor después de la granizada son los meses de helada. “El año pasado hubo helada desde Julio. Las lluvias eran fuertes. Los niños llegaban a la escuela todos mojaditos y así tiritando tienen que estar en el salón porque a veces llegan con la chompita bien mojadita. Y la ropa se seca allí en su cuerpo y hasta los varones que vienen en pantalón, llegan mojados hasta la rodilla. Y como el zapato no es adecuado para la lluvia, las niñas y los varones llegan con el zapato abierto o mojado. Entonces se sacan su zapato y tratan de secarse. Verlos así es muy penoso, muy triste”.
Las lluvias traen además la crecida del río. Para Julia como para sus demás compañeros que tienen que lidiar con las granizadas, con los ventarrones y las heladas, el drama de llegar a la escuela tiene un obstáculo más cuando sucede esto. Los puentes de madera se cubren de agua y entonces los alumnos no pueden pasar. “En mi casa salimos con mis dos hermanos –dice Julia- pero cuando llegamos al puente y el río ha crecido yo me desespero. A veces la maestra ha dicho que tenemos que presentar el trabajo. Entonces yo me cuelgo mi bolsito a mi cuello y paso el río. Me mojo pero paso. Mis hermanitos más chiquitos ya no pueden pasar. Les digo que mejor regresen a la casa a cuidar los animales. No vaya a ser que el agua se los lleve. Pero después para llegar a la escuela es feo porque todo está de lodo y mi pié se hunde casi hasta mi rodilla. Un poco feo es eso” – dice Julia con una dulzura que nos revuelve el alma. Una niña de 9 años contando el cataclismo en el que vive durante todo el año: lluvias, friaje, heladas, crecida de ríos, lodo, granizada. Todo su año en emergencia. Y Julia en medio de todo eso, batallando diariamente por ser la mejor.
Ella sólo aprende. Sabe del sismo, de la evacuación, y también de los fenómenos naturales. Pero sabe también que nadie, salvo ellos, sus compañeros, sus padres y sus maestros conocen de esa otra emergencia que empieza en enero y no termina nunca. De repente cuando logremos curar la emergencia de nuestra indiferencia, Julia y los suyos puedan vivir en un país mejor.
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