La calidad de una práctica educativa no se mide solamente a través de los resultados de la enseñanza sino mediante la manifestación de sus cualidades en el proceso mismo. La mejora de la práctica supone tener en cuenta a la vez los resultados y los procesos.
(Elliott 1993: 68)
Fui educada en Irlanda del Norte. Asistí a una escuela primaria católica y más tarde a una escuela de gramática en un convento, ambas parcialmente financiadas por el gobierno y abiertas a todo tipo de alumnos, incluyendo no-católicos, experto aquellos con discapacidades obvias.
Después fue a la universidad en los 60 donde me gradué como Licenciada en Artes, para después optar por la docencia. En ese tiempo los prospectos de maestro podían adquirir tal carácter por dos vías: una era un programa de postgrado para obtener un certificado en educación con duración de un año o un período de inducción de dos años en una escuela, en donde los inspectores escolares preparaban informes de progreso regulares acerca de la experiencia práctica de los practicantes. Yo escogí la segunda opción.
Al principio me convertí en una maestra como las maestras que conocí. Mi primer puesto permanente como maestra fue en una escuela para niños de 4 a 16 años, designada como una escuela para “alumnos desadaptados y subnormales desde el punto de vista educacional”. Hoy día, se denominaría una escuela para niños con “trastornos emocionales y de comportamiento y dificultades de aprendizaje”.
Sentí que el rol de enseñanza era un desafío para mí y estaba decidida a desempeñarlo con éxito. Los alumnos causaban trastornos y se alteraban de varias formas, y para completar, yo era una maestra muy tradicional. Después de nueve a doce meses en la escuela pensé:
“¿Estoy proporcionando el mejor ambiente posible de aprendizaje, oportunidades y currículo para mis alumnos”?
Tenía dudas acerca de usar el currículo académico tradicional con estos alumnos y quería encontrar actividades interesantes que los motivaran y engancharan en un aprendizaje activo. Encontré difícil integrar las diferentes perspectivas de cuidado, enseñanza y administración del aula.
Sin embargo, preparaba bien mis clases y me concentraba en un currículo variado y diverso. Mi propósito principal con los alumnos era desarrollar sus habilidades de lectoescritura y prepararlos para una vida independiente después de los 16 años.
Inspectores del Departamento de Educación venían al aula con regularidad a valorar mis habilidades de enseñanza durante ese periodo.
Yo sentía que las inspecciones eran irreales, porque parecían tener escasa o nula relación con las complejidades de la situación que yo estaba enfrentando. Mi enseñanza estaba siendo evaluada, más que apoyada.
Las inspecciones eran a menudo por las tardes, cuando los alumnos estaban más alterados, o comportándose peor de lo habitual. Esta situación parecía alterar a los alumnos más que de costumbre, porque el inspector deambulaba por el aula “observando”, discutiendo conmigo y distrayéndome de brindar a los alumnos la atención que demandaban.
Enseñar a estos alumnos requería pensamiento creativo y habilidades que no podían simplemente pasarse de una persona a otra. El personal de la escuela estaba integrado por maestros entrenados para escuela primaria o secundaria, porque en ese entonces no había formación específica para educación especial.
Después de observar a mis colegas en la escuela, me di cuenta que lo que funcionaba para los maestros varones a cargo de los chicos mayores no operaba para mí; lo que funcionaba para las maestras a cargo de los niños más pequeños no aplicaba en mi caso porque muchos alumnos eran transferidos a la escuela y a mi clase en la etapa de transición secundaria a los once años.
Yo tenía que encontrar qué era lo apropiado en mi aula a partir de teorías y principios profesionales abstractos que había recogido en mi curso de psicología en la universidad. Enseñar era desafiante y fatigante, pero si quería continuar enseñando a alumnos con diferencias educacionales algo tenía que cambiar.
Después de alguna deliberación resultó evidente que lo problemático no eran sólo los alumnos.
Para empezar a mejorar la situación me enfoqué en mí misma como la primera persona a transformar y cambiar. Estaba teniendo problemas para enseñar a estos alumnos. Pensaba que era una maestra muy dedicada, pero el aula estaba tensa a menudo y los “estallidos” de los alumnos estaban siempre a la vuelta de la esquina.
Decidí que me estaba esforzando demasiado.
Tal vez me estaba preocupando más de la cuenta acerca de las habilidades de lectoescritura de los alumnos y de su habilidad académica. Quizá les tenía un poco de temor. Los alumnos, a menudo se comportaban de maneras inesperadas e incontrolables, eran agresivos unos con otros y muchos de ellos habían sido víctimas de abuso físico, emocional o sexual. Me di cuenta de que estaba bastante alterada por varias de las situaciones domésticas de estos alumnos y las condiciones que experimentaban más allá de las puertas de la escuela. Tomé conciencia de que tendría que enfrentar su comportamiento agitado y sus efectos en la alteración del orden para convertirme en una mejor maestra, pero no tenía manera de saber cómo hacerlo.
¿Cómo podría responder a las necesidades educativas de alumnos con diferencias educacionales y con una diversidad de personalidades y necesidades emocionales complejas? Concluí que estaba siendo muy académica en mi enfoque y propósitos de enseñanza.
Empecé de manera bastante intuitiva, un proceso de investigación-acción.
- Lo primero que hice fue observar a los alumnos en su ambiente de aprendizaje.
- Noté que los primeros minutos de cada día en el aula eran cruciales para las actitudes de los alumnos y la armonía en la clase el resto del día.
- Encarar trabajo escolar inmediatamente al entrar al aula estaba causando problemas para muchos alumnos.
Había una lucha contra la resistencia del alumno, improductiva para todos los involucrados. Después de discutirlo con colegas, decidí que:
- En lugar de emprender trabajo escolar con los alumnos como primera actividad de la mañana, les permitiría relajarse y elegir cualquier actividad en el aula que ellos desearan.
- Dejé juegos y juguetes en los escritorios y en el piso para que los usaran.
- Durante este tiempo yo caminaba alrededor del aula y platicaba con ellos.
- Usualmente era durante los primeros 45 minutos del día.
- Al relajar las actividades académicas al comienzo del día escolar, era capaz de detectar quién estaba en un estado emocional particularmente alterado y quién no.
- Fui capaz de mostrar mi interés por ello al escucharlos y conocerlos mejor y valorar sus experiencias.
- Cambié mi prioridad diaria de facilitar conocimiento e información curricular, a mostrarles que los aceptaba como individuos con estados de ánimo y sentimientos.
- No sólo los apreciaba porque fueran buenos en aprender lo que yo estaba enseñando, o porque tuvieran habilidades específicas en respuesta al currículo enseñado.
- Los animé a que demostraran sus habilidades y talentos antes sus pares y descubrí que muchos de ellos eran competentes en música, canto, arte y fútbol. Nunca hubiera sabido, valorado o capitalizado las fortalezas ocultas de los alumnos sin el espacio para observar, reflexionar con los colega
Varias cosas empezaron a suceder tras la implementación de estos cambios:
- Una atmósfera de calma descendió sobre la clase en un corto período.
- Un alumno empezó a esconderse con frecuencia debajo de una de las mesas en lugar de regresar a casa.
- Los padres empezaron a traer a sus hijos a la escuela diciendo: “Perdió el ómnibus pero insistió en venir a la escuela”.
- Cuando los colegios que formaban maestros locales mandaban estudiantes a la escuela a observar la práctica, éstos preguntaban una y otra vez, “¿Qué está pasando en este salón? ¿Qué está sucediendo?” Querían emular la práctica de aula y deseaban que se explicara el fenómeno para lograr el éxito con los alumnos.
Yo era incapaz de explicar cabalmente la práctica sin traer a colación la reflexión, el cambio, los valores, las actitudes, el pensamiento y la acción personales que influyeron en mi práctica profesional.
El aprendizaje se tornó en una actividad divertida para los alumnos, y se buscaron juegos para materias medulares como matemáticas y lectoescritura. Todos contribuyeron para la creación de juegos de aprendizaje, que usábamos sólo mientras funcionaran.
Se rotaban las rutinas de juego para asegurar que los niveles de interés se mantuvieran altos. Los colegas se interesaron en lo que estaba sucediendo y pasaban tiempo simplemente observando las rutinas y práctica en el aula.
PREPARADO
POR ELISABETH ACHA
Programa Nacional de Formación y Capacitación Permanente
Referencia bibliográfica
O’Hanlon, Christine (2009) Inclusión Educacional como Investigación-Acción. Un discurso interpretativo. Bogotá: Cooperativa Editorial Magisterio.
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