Maestra sin fronteras en homenaje a este ilustre peruano comparte este bellísimo artículo :
Ojalá me haya escuchado, maestro ...
Conocí al maestro Luis Jaime Cisneros a través de sus columnas, sus libros y todo lo que muchas personas me habían dicho de él. Cuando ingresé a la PUCP, confieso, temía inscribirme en su curso. Un amigo me dijo “inscríbete, para que lo conozcas” y yo me decía: ¿Acaso no lo conozco un poco de todos modos? (¿Acaso no lo conocemos todos, aunque sea un poco?). Luego, dejando de lado mis prejuicios sobre lo muy estricto que debía ser como maestro, lo bajo que debía calificar por ser tan capo, etc., me inscribí en, probablemente, el mejor curso que llevé en toda mi vida académica.
La primera clase fue el primer lunes del ciclo 2005-1. Llegó junto a Álvaro Escurra y se sentó en su escritorio. Nos miró a todos los alumnos y se mantuvo en silencio durante unos larguísimos dos minutos al final de los cuales se presentó y dijo que durante el ciclo “exploraríamos el lenguaje”. Y eso fue exactamente lo que hicimos. Luis Jaime Cisneros fue nuestro guía explorador del lenguaje, la literatura, el humor negro (ese que solo él sabía tan bien como enunciar), las artes, etc. Creo que, en cierta manera, él era un explorador de la vida. Uno de esos que buscan una pregunta y no una respuesta, que hacen de la duda su principal puerto de llegada.
“¿Podrías venir a mi oficina cuando termine la clase?” me dijo un día. Pensé que había pasado algo, que mis notas no eran buenas, que mi trabajo era deficiente, que no había cumplido algún requisito del curso, etc. Fui a su oficina a las 11am y luego de sonreírme e invitarme a sentar frente a él me dijo “Álvaro me ha dicho que quieres estudiar lingüística. ¿Por qué?”
Y ese fue el día en que empezó la saludable crisis vocacional que he tenido siempre. Fue Luis Jaime, y sus temibles pero acertadas preguntas, quien de alguna manera me impulsó, sin saberlo, a llevar cuanto electivo en otras disciplinas podía encontrar. A buscar siempre ese “algo” más. A volverme una exploradora curiosa.
Poco tiempo después nos invitó, a tres estudiantes, a participar en un seminario que él había organizado para los jueves culturales. Se llamaba “Elogio a la lectura”. Recuerdo haber salido de su oficina con tres libros muy gruesos bajo el brazo a los cuales debía sumar los otros dos que me había encomendado leer antes de decidirme por lingüística o lo que fuera. Los devoré pues, confieso, eran más interesantes que los que debía leer para las prácticas calificadas de otros cursos. Esa fue la primera vez que hablé frente a varios asistentes en un auditorio.
Luego de ello tuve una última conversación con él en su oficina. No sabía que sería la última pero me dejó, sin saberlo, un regalo: retomé el piano. Él solía mover ágilmente sus dedos por el escritorio mientras hablaba. Hacía el ademán de tocar un trino hecho por el dedo anular e índice de su mano derecha y luego, una ligera pausa en la cual elevaba un poco la muñeca. Cuando me preguntó si tocaba algún instrumento musical y le dije piano, movió los dedos con mayor intensidad en señal de aprobación y dibujó una clave de sol en una hoja que se había escapado por ahí. Luego le conté que había dejado el Conservatorio para ir a la universidad, que no me alcanzaba el tiempo para tocar, que las lecturas para los cursos me ocupaban todo el tiempo que podría dedicar a las partituras, etc. Sonrió y me recomendó un libro. Al día siguiente me inscribí en las clases de piano de la PUCP con mi mejor amigo.
Esa fue la última vez que hablé con él, pero no la última vez que lo vi. La última vez fue ayer y seguía transmitiendo esa paz aún cuando parece dormido. No le dije adiós, porque no sé cómo se hace eso, no le dije nada. Solo lo miré, puse mi mano sobre el ataúd y moví mis dedos. Ojalá me haya escuchado, maestro.
publicado por Laura Arroyo en el blog Menos canas.
http://menoscanas.blogspot.com/
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